Siempre he tenido conciencia de que, para mí, la poesía se extendía por toda la vida. La prisa, pues, no ha formado parte de mi relación con el poema. El juicio final lo hará el tiempo y, al contrario de los juicios finales de las religiones, yo no sabré el resultado. A mí me corresponde sólo -y no es poco- el día a día con los poemas sin más justificación, placer o compensación que buscarlos, componerlos y escribirlos. Ninguno de nosotros contamos mucho, incluso los que parecen contar mucho, pero nos puede salvar lo mismo que, curiosamente, también puede salvar el poema: su honesta intensidad.
Joan Margarit
(Del prólogo a la primera edición de Tots els poemes 1975-2011, Grupo 62, labutxaca)
Cantamos al propio misterio. Queda por decidir desde dónde cantar, y esa es la búsqueda que cada poeta realiza a su manera. En esto consiste el estilo, la voz propia, esa voz que hay que encontrar si se quiere ser escuchado. El lugar desde el cual yo lo intento es un lugar en el tiempo. Es el instante durante el cual se conecta el mundo con el sentimiento. El instante del fogonazo, cuando se ilumina lo que es opaco y oscuro. Intento ejercer una inteligencia sentimental a través de la poesía, a la cual no pienso que le quede más característica para identificarse respecto de la prosa que la concisión y la exactitud. Es la más exacta de las letras en el mismo sentido que las matemáticas son la más exacta de las ciencias. Y si se trata de un mal poema, ensuciará el mundo, como una bolsa de basura dejada en medio de la calle. Porque un mal poema no es neutral, sino que contribuye a ensuciar, a desordenar el mundo, igual que un buen poema contribuye de algún modo al orden y la higiene del mundo. Aunque sepamos que al fin predominará la basura: así lo asevera el segundo principio de la Termodinámica, que es un principio serio y terrible, que también establece la relación entre vejez, gloria y muerte.
Dejar constancia de lo que se ha sentido en un momento dado, o sea, intentar conservarlo contra el desgaste del tiempo, es una de las defensas más elementales contra la angustia por el carácter efímero de nuestra vida. Darwin escribió que «el deseo de señalar un acontecimiento cualquiera con un montón de piedras en el punto más alto de los alrededores parece ser una pasión inherente a la humanidad». Cada poema señala un hecho en mi vida, pero la intención al escribirlo va más allá. Su finalidad última es que haya alguien en algún lugar que, al leerlo, se dé cuenta de que también es él o ella quien ha puesto un montón de piedras en algún lugar elevado de su propia vida para señalar algún episodio interior.
Joan Margarit
(Del prólogo a El primer frío, poesía 1975-1995, Visor libros, Madrid, 2004)
Cuando un verso alcanza a decirnos lo que parecía inefable, es que las palabras han ocupado un lugar que ya habían tenido en la edad de oro de los lenguajes, de donde comenzaron a ser desplazadas en episodios como el de Babel, al iniciarse una larga destrucción que culminaría en los diccionarios, las academias y otras miserias. A la poesía le ha correspondido ejercer la nostalgia por aquella edad de oro en una infinita tentativa para recuperar el sentido y la fuerza de las palabras. La poesía no trataría, pues, de la construcción de espacios de la lengua que no hayan existido nunca, sino que en el milagro probabilístico de un poema se encontraría la reproducción de un orden perdido. En estas circunstancias, el lector de poesía tiene más que ver -haciendo un paralelismo con la música- con el intérprete que con los que se han de limitar a escuchar un concierto. Por esto hay tan pocos lectores de poesía, y por esto son tan fieles. Los que han hecho el esfuerzo de aprender a interpretar un poema, de aprender a escuchar el orden fundamental de las palabras, han accedido a un mundo al cual difícilmente renunciarán.
Joan Margarit
(Del Epílogo a Edad Roja, dentro de El primer frío, poesía 1975-1995, Visor libros, Madrid, 2004)
Hay muchos tipos de memoria, o quizá sólo son aspectos diferentes de una sola, pero me refiero a esta zona de nosotros mismos donde guardamos los sentimientos que nos han ido atravesando y transformando. Este es el lugar donde he buscado mis poemas.
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Por este motivo suele haber una música y una poesía que permanecen muy cercanas, no sólo a circunstancias concretas, sino a largas épocas de nuestra vida. Son los poemas que, al ser releídos, hablan con la misma intensidad y con nuevos matices, es la música que acerca el pasado hasta tocar este instante, dejándolo separado de nosotros sólo por un velo de tiempo, finísimo pero impenetrable.
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Me siento encerrado, no dentro de una casa, sino dentro de cada uno de estos lectores, imprescindibles, porque los poemas no existen sin ellos. Dentro de nosotros, en el lugar donde somos más solitarios, hay unos poemas y una música cerca de una chimenea encendida que sólo se apagará con la muerte. Mientras tanto, en medio del hielo y la niebla, rodeado por la inclemencia de la intemperie, este amparo siempre nos está esperando.
JoanMargarit
(Del Epílogo a Aguafuertes, dentro de El primer frío, poesía 1975-1995, Visor libros, Madrid, 2004)
Mientras escribía Estación de Francia fui consciente de que no se tiene como pista de despegue hacia el poema más que el pasado y la inteligencia. Esta operación conlleva una destilación que es lo que más distingue a cada poeta de los otros poetas: una destilación que elimina lo que sólo le pertenece a él y que no tendría ningún interés para los lectores . Es decir, fui consciente de que lo que hacía al escribir un poema era, ante todo, buscar los universales de mi pasado. Todo el mundo es muy parecido, por eso un artista puede conmover a alguien lejano al que no conoce. Lo que nos diferencia ante un hecho cualquiera, pongamos por ejemplo una desgracia personal, no es lo que nos sucede, sino la capacidad para explicarlo. Hacen mal algunos intelectuales elitistas de confundir las dos cosas y pensar que a ellos les suceden cosas muy especiales.
Joan Margarit
(Del Prólogo para la edición de Estació de França en la primera edición de Tots els poemes 1975-2011, Grup 62, 2011, Labutxaca).
Diría que la primera noticia que tengo respecto de la existencia de un poema no es ni tan sólo verbal. Y aquí comienza el misterio de la palabra poética. Se puede tener una -o varias- lenguas de cultura, y puede ser que ninguna de éstas sirva para entrar en el lugar donde está el poema. Como en los cuentos, se trata de entrar en una cripta y es preciso conocer la contraseña para abrirla. Todas estas cuestiones son irrelevantes cuando la lengua materna y la de cultura coinciden. Cuando no es así, la lengua de cultura puede ser una catedral edificada sobre una cripta inaccesible.
Joan Margarit
(Del Prólogo a la primera edición de Estació de França, Ed. Hiperion, Madrid 1999)
Sobre la concisión, diría que un poema es como la estructura de un edificio muy particular a la que no le puede faltar ni sobrar ni un pilar, ni una viga: si sacásemos una sola pieza, se desplomaría. Si en un poema se saca una sola palabra, o se cambia por otra y no pasa nada, es que no era un poema. O todavía no era un poema. Sólo llega a serlo cuando no se puede sacar o cambiar pieza alguna de la estructura. Pero entonces tampoco será necesariamente un buen poema: esto es otro tema que tiene más que ver con la otra característica a la que yo me refería: la exactitud. Un poema ha de decir justo lo que necesita (la mayor parte de las veces sin saberlo) su lector o lectora. De esta exactitud viene el poder de consolación de la poesía, porque la poesía sirve para introducir en la soledad de las personas algún cambio que proporcione un mayor orden interior frente al desorden de la vida. A la angustia por este desorden a veces se intenta hacerle frente con los entretenimientos, pero la diferencia es que de un entretenimiento se sale tal como se ha entrado. Sólo se ha pasado un rato. En cambio, al acabar de leer un poema ya no somos los mismos porque ha aumentado nuestro orden interior.
Joan Margarit
(Del Epílogo a Cálculo de Estructuras, Visor libros, Madrid 2005)
Es necesaria una cierta franqueza, una cierta despreocupación a la hora de escribir un poema. Uno no puede dejarse agobiar por el pasado. Qué puedo decir yo después de Homero, o de Baudelaire? puede ser una pregunta que, según como se plantee, inutilice a priori la posibilidad de escribir nada. De esto fue víctima con frecuencia un excelente poeta y buen amigo, Segimon Serrallonga, y esta es una de las dos contradicciones principales con las cuales pienso que hay que vivir para escribir poesía. Porque esta osadía fundamental no vale nada si no va acompañada de la correspondiente humildad, que todos los grandes poetas han tenido. Diría que hay que ser osado a la hora de escribir el poema y humilde antes y después de escribirlo. La otra contradicción con la cual hemos de vivir quienes escribimos poesía es que, de un lado, solemos tener una cierta tendencia a la soledad, con el inevitable trasfondo de menosprecio que esto puede significar para los demás, de los cuales, por otra parte, necesitamos el reconocimiento, a veces con una intensidad vergonzante, porque sin ellos el poema no existiría.
La primera contradicción es saludable, y sólo la mediocridad no sabe como soportar el doble juego de la humildad y la osadía. El poeta mediocre suele convertirlas en soberbia e ignorancia, una mezcla que da los peores poemas imaginables. La segunda contradicción es todavía un residuo romántico, más exacerbado desde el último rebrote del Romanticismo que fueron las Vanguardias y lo que todavía es su continuación. Las Vanguardias son las que hicieron suyos por vez primera los postulados románticos en toda su dimensión. Por primera vez, la “transfiguración” de la realidad fue total y, como consecuencia, adaptar la vida al arte, no el arte a la vida, volvió a ser una premisa fundamental. Puede parecer mentira, pero nunca, ni hoy, ha dejado de haber poetas que incluso han llegado al suicidio tratando de adaptar la vida (o la muerte) a un determinado concepto de la poesía. Las Vanguardias son esta herencia conservadora cristiana que piensa continuamente en el futuro como única manera de enfrentarse a un pasado que no puede o no quiere entender.
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Hay una cuestión primordial, la identificación de la poesía con la vida, que cada poeta tiene que decidir por sí mismo y que, como he dicho, el Romanticismo resolvió adaptando la vida a un cierto concepto el romántico. Esta insensatez, que desemboca en una poesía a la cual “ha de imitar la vida”, la reemprenden siempre las Vanguardias. Pero en nuestro interior todo acostumbra a estar siempre muy revuelto, y es necesario tener presente como se entrecruzan en la vida las clarividencias con las ofuscaciones y las atracciones con las repulsiones.
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Es probable que la poesía sea tan sólo una cuestión de intensidad. Y la intensidad, ¿a qué podemos asociarla, si no es a un sentimiento? Pero, para poder hablar de intensidad, el sentimiento ha de precipitar con la razón como catalizador. Y allá donde hay intensidad, puede haber poesía. Por esto pienso que la poesía ha de ser exacta y concisa. Intensidad quiere decir concentración. Pero esto no excluye, sino todo lo contrario, que el poema deba entenderse. Tota la clave es qué quiere decir entender. Ferrater hace trampa cuando dice que un poema ha de entenderse como una carta comercial. La frase es muy ingeniosa y todos entendemos lo que quiere decir, pero creo que hace trampa porque entender el poema es más complejo que esto. Yo sólo puedo aproximarme al concepto de entender un poema diciendo que es un proceso de entrada y salida. Lo que en teoría de la información se conoce como una caja negra. Entra una información y sale otra: la información de entrada es una persona con un determinado estado interior, que yo llamaría, continuando dentro de la terminología de la teoría de la información, un grado de desorden. Un grado de desorden es el miedo, los malentendidos, las tristezas… Factores que continuamente están amenazando el equilibrio interior. La información de salida es esta persona que, después de leer el poema, tiene un menor grado de desorden o, si se quiere, se siente más ordenada. Entender un poema es un proceso de entrada y salida de una caja negra.
Joan Margarit
(Del Epílogo a Casa de Misericordia, Visor libros, Madrid 2007)
La poesía que más sigue interesándome se mueve en un territorio que yo llamaría sensato, evitando, en su relación con el misterio, los dos extremos en los que la falacia de la originalidad siempre intenta arrinconarla. Por un lado está la devaluación del misterio, que ha convertido ya a una parte de las artes plásticas y de la música contemporáneas en algo ajeno al riesgo y a la emoción y, por tanto, a la verdad. El otro extremo consiste en enfatizarlo de una manera exagerada, es decir, ignorar que hasta el misterio, o más que nada el misterio, debe ser tratado con sensatez. Que se desconozca el sentido o la explicación de algo, no implica que sea aceptable cualquier explicación, por descabellada que sea. La poesía, a pesar de su exactitud y concisión, no puede ser nunca un atajo.
Mi tiempo ha huido y me ha dejado solo en otro tiempo, pero mi soledad es una soledad de lujo. Me hace pensar en el exilio final de Maquiavelo en el mundo rural de su infancia, en aquellas tabernas donde, como explica en sus memorias, sólo hablaba con los rudos e incultos campesinos. Pero por la noche ponía una gran mesa con los mejores y más finos manteles, vajillas y cristalerías, que había traído de Florencia, y cenaba y conversaba con los sabios de la Antigüedad.
Por lo que a mí respecta, en este otro exilio que es, por su propia naturaleza, la etapa final larga o corta de la vida, siento que yo soy mi propio interlocutor. Ahora, ya no se está a tiempo de improvisar, debo haber hablado ya, desde hace mucho tiempo, con los sabios antiguos o modernos para que, efectivamente, y en muchas ocasiones a través de mis propios poemas, pueda reencontrarme conmigo mismo en el territorio de la dignidad. La dignidad de no asustarme de mi destino.
Joan Margarit
(Del Epílogo a No estaba lejos, no era difícil, Visor libros, col. Palabra de honor, Madrid, 2011)
Un día el pasado pide un orden y, por tanto, una atención especial a este hecho misterioso que son los recuerdos. Porque el pasado y el mañana se borran a la vez, como si se tratara de una ley de la física, y aumenta en mí la sensación de que lo que la mente ha guardado no son fragmentos aleatorios, sino la esencia del pasado. Es decir, que lo que se recuerda, aunque no sea cierto, es, en cambio, la verdad. Y la verdad creo que es esto lo Josep Pla plantea cuando habla de la poesía y las biografías es el objetivo profundo de la poesía. Por esto, la poesía que se ha leído, como la música que se ha escuchado, son algunos de los elementos, y seguramente no los menos importantes, de los que intervienen para conformar esta esencia. Porque la poesía es una herramienta para gestionar el dolor y la felicidad y, sobre todo sus vertientes ya domésticas, la tristeza y la alegría, una gestión de la que depende lo que se guarda de la vida pasada.
Pero me doy cuenta de que, para comprender el recuerdo, hay que poder conectar principios con finales, que para comprender lo que representó mi abuela al comienzo de mi vida he tenido que poderlo comparar con lo que representó mucho más tarde para mí la vida de mi hija Joana y su muerte. Necesito conectar el tiempo durante el que he escrito mis últimos libros de poemas con el tiempo que pasé solo con mi madre en aquel pueblo del cual era maestra. Y también tengo que ligar mi idea actual de lo que es la poesía con el maestro que me enseñó a escribir sin gramática, en directo. Tardé años en distinguir una preposición de un adverbio, pero desde el primer momento me enseñó a escribir correctamente. De ello ha vivido el poeta que soy. Claro que nos lo enseñó en castellano, porque yo no pude escuchar nunca el catalán en la escuela. Esta represión llevada a cabo mediante la amputación del habla es de las más duraderas y crueles. Ahora sé que moriré con ese miedo y esa fragilidad en torno a la percepción de mi lengua, que quiere decir, también, de mi vida.
Algo clama en los primeros recuerdos. Su austera nitidez, como el primer vuelo de un pájaro. Son lo único primigenio que nos queda. Una alegría feroz a pesar de haber nacido en medio del horror de un país asesino. El niño sabía lo mismo que el viejo ahora puede corroborar: que hay que saber utilizar la soledad como una manera de hacer frente al dolor y al infortunio, a la crueldad con la que siempre este país ha impuesto el olvido. Todo esto ahora forma parte de mi orden, de mi sensatez.
Sé que no es prudente que busque los lugares del recuerdo si no quiero que peligre el sentido, débil y lejano, que aún tienen aquellos días. No he de buscar nunca en el mundo real los lugares de la memoria. Hay una relación con las propias falsedades que no resistiría ningún tipo de existencia más allá de la mental. Miro el cielo, veo las nubes avanzando como trenes silenciosos. El cielo es lo único que a pesar de Heráclito puedo pensar que es igual que en la infancia. La ilusión es la fuerza del cielo. Desconfío del recuerdo, como del sexo, pero los dos me atan a la vida. Siempre se desconfía de lo más importante, esa es nuestra cobardía.
Joan Margarit
(Del Epílogo a Se pierde la señal, Visor libros, Madrid 2013)