Selección de poemas y recitados
Saturno
Destrozaste mis libros de poemas.
Los lanzaste después por la ventana.
Las páginas, extrañas mariposas,
planeaban encima de la gente.
No sé si ahora nos entenderíamos,
viejos, exhaustos y decepcionados.
Seguramente no. Mejor dejarlo así.
Querías devorarme. Yo, matarte.
Yo, el hijo que tuviste en plena guerra.
MUSEO DEL HOLOCAUSTO, JERUSALÉN
Estaba oscuro bajo la gran cúpula
donde los niños muertos eran pequeñas luces
que temblaban igual que el firmamento.
Una voz recitaba, interminable,
la lista de sus nombres, igual que una plegaria
la más triste que nunca ningún Dios ha escuchado.
Pensé en Joana, pues los niños muertos
están siempre en la misma oscuridad.
Soy demasiado viejo: he de llorar por todos.
He construido viviendas que son como vagones,
esqueletos de hierro que un día arrastrarán
a la gente a un final que ya imaginan,
porque todos han visto la verdad
un destello en un charco de agua sucia.
Aquella sala de los niños muertos
está dentro de mí.
Soy demasiado viejo, he de llorar por todos.
La parte más oscura del camino
He bajado al jardín en mitad de la noche.
Como puntas de lanza,
las estrellas marcaban el asedio
lejano pero exacto del olvido.
Justo al salir al frío de los árboles,
un zorro, al verme, se ha quedado inmóvil
en el césped umbrío.
Tras mirarnos durante unos instantes,
ha tomado, sin prisas,
la parte más oscura del camino.
Sus ojos y mis ojos son un enigma idéntico.
He pensado que a veces yo también
entré en otro jardín atravesando
el césped una noche y con mis ojos
sorprendí otra mirada.
Algo se busca. Por lo que yo sé,
sólo la dignidad.
La de la vida mientras se va yendo
hacia lo más oscuro del camino.
Último paseo
Ya no comía. Y se me caía el cabello.
Estaba todo el día con los ojos cerrados.
Pero salí al balcón de madrugada
y alguien desde la acera, bajo un árbol,
me habló con una voz como la de mi madre,
que dormía en su cama junto a mí.
De repente no estaba ya cansada
y bajé sin muletas a la calle.
Nunca había podido andar así.
Sentí que me volvía la alegría:
cayó la enfermedad como una piel
sudorosa, dejada allí en la calle.
Nunca pude sentirme tan ligera.
Miré hacia atrás, a mi balcón,
la baranda como una partitura.
Dije adiós a mi padre y a mi madre.
La vida me eligió para su amor.
También la muerte.
Un pobre instante
La muerte no es más que esto: el dormitorio,
la luminosa tarde en la ventana,
y este radiocasete en la mesita
tan apagado como tu corazón
con todas tus canciones cantadas para siempre.
Tu último suspiro sigue dentro de mí
todavía en suspenso: no dejo que termine.
¿Sabes cual es, Joana, el próximo concierto?
¿Oyes como en el patio de la escuela
están jugando los niños?
¿Sabes, al acabar la tarde,
cómo serà esta noche,
noche de primavera? Vendrá gente.
La casa encenderá todas sus luces.
Amantes en el metro
El trayecto se mece en él y en ella:
gordos, de unos cincuenta, con la ropa
desolada de tanto ponérsela y quitársela.
En el túnel se acusa la indigencia,
un ansia alcohólica, un aire
que justo se insinúa deficiente.
Ella ha empezado a darle besos
y a acariciarlo con torpeza
mientras va murmurándole al oído.
Al sonreír muestran sus dientes,
desordenados pájaros al alba.
El tren se ha detenido en la estación
en la que han de bajar. Con un rebufo,
las puertas se han cerrado detrás de ellos.
Nadie sonríe ya. Las sacudidas marcan
el ritmo de unas mentes como lobos
que buscan desde dónde amar de nuevo.
Madre Rusia
Era el invierno del sesenta y dos:
en la cama, la lámpara encendida
no se apagaba hasta el primer rumor
de claridad al comenzar el día.
Fue cuando leí a Tolstoi sin descanso,
imaginando en los lejanos bosques
mientras ladraba un perro en algún patio
fabulosos trineos en la noche.
Nevaba, en Barcelona, aquel invierno.
En silencio nos fueron envolviendo
los suaves copos como una vitrina.
Y al llegar el buen tiempo, tú, Raquel,
ya estabas a mi lado con aquel
claro rostro de una Ana Karenina.
La luna gris
Luna de Anna
era la muerte
sobre su cuna,
pequeña barca.
Luna de trapos,
la luna enferma
que, sobre Mónica,
llevo colgada
de la memoria.
Y ya salía
la luna extraña
y equivocada:
la de Joana.
¿Dónde me esperas
luna derruida
como mi padre?
Son muchas lunas
de un mal viaje,
pero pagadas
por las felices
lunas románticas
de Tenerife,
por los furiosos
claros de luna
que no esperaba
de los cincuenta,
noches de amor,
lunas de té
tras la colina
negra en Forès.
De tantas lunas
deja la vida
en la mirada
la luna gris.
Hijo en el invierno
El tren se detenía antes del alba
en la estación desierta. Caminábamos
sintiendo el aire frío
por las calles oscuras y vacías
hasta que se encendieron las luces de un café.
Allí esperamos a que amaneciera
y a que se abriera la Maternidad.
En una madrugada fuimos ricos.
Al fondo de nosotros podemos ver aún
amanecer en las estrechas calles
y la hilera de cunas en penumbra.
Hoy aquel niño es músico de jazz.
Mientras escucho cómo toca el saxo
en este club de Ciutat Vella,
se iluminan al fondo del pequeño escenario
los cristales de un tren o de un café al alba:
la luz tenue que aún sigue encendida
allí donde empezó,
tímidamente, nuestro amor por él.
Erizo de mar
Bajo las aguas poco profundas de la costa:
es ahí donde anclo mi armadura.
No segrego ni nácar,
ni perlas: la belleza no me importa,
enlutado guerrero
que, con sus negras lanzas,
se oculta en una grieta de la roca.
Viajar es arriesgado pero a veces me muevo
las espinas haciendo de muletas
y, por torpe, las olas me revuelcan.
En el mar peligroso siempre busco esa roca
de donde no haya de moverme nunca.
Es, mi propia coraza, mi prisión:
una prueba de cómo, si no hay riesgo,
la vida es un fracaso.
Afuera está la luz y canta el mar.
Dentro de mí la sombra: la seguridad.