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EL TIEMPO Y SU DESORDEN
Recogida en el volumen PALABRAS ADENTRO, DE JOSÉ LUIS MORANTE (ed. 4estaciones, edición de Manuel Lara Cantizani, febrero de 2003).
EL TIEMPO Y SU DESORDEN
Con Joana, una elegía de gran complejidad emotiva, el poeta y arquitecto Joan Margarit (Sanaüja, La Segarra, 1938 ) multiplica conexiones entre experiencias vitales y material literario, una característica reiterada en su andadura estética. Autor de amplia obra en lengua materna, los últimos títulos aparecen en edición bilingüe lo que ha contribuido a difundir un modo de escritura que por sobriedad discursiva y por la coherencia del sujeto poético halla siempre la complicidad del lector. Quien nos habla es una voz casi confesional que desdeña la impostura y que vuelve sobre ideas y obsesiones que confrontan realidad y sueños.
P.- ¿Entiende la poesía como un autorretrato?
R.-En Arte se suele practicar el autorretrato, aunque esto sólo resulte evidente en el caso de la pintura y la escultura. En mi caso se realiza a lo largo de los poemas, aunque la distancia entre el retrato que se proyecta y yo mismo se alarga y se acorta, y no le es fácil al lector o lectora calibrarla, pero tampoco pienso que para ellos este sea un asunto importante. En general, les basta percibir la distancia que con el propio autor simula cada uno de los poemas.
Pienso que se ha exagerado la importancia de esta distancia entre poeta y poema, o, dicho de un modo más preciso, entre la emoción y la conciencia. Si esa distancia fuese tanta como se ha pretendido habría más identidad entre poesía y novela. Ocurre que muchos poetas han confundido su manera de enfrentarse al poema con la manera como la poesía debe escribirse, y lo han repetido, y muy bien, estos últimos tiempos, y este distanciamiento ha acabado siendo un dogma de fe. Un caso en el que esta distancia era mínima es el de Baudelaire, como muy bien señaló Sartre. La “distancia” ha de ser la que dé lugar a un buen poema, que, al fin y al cabo, es lo que importa y, para esto, nos guste o no, no hay reglas.
P.- Los años de infancia discurrieron en la posguerra, un tiempo histórico con amplias connotaciones de sordidez y desamparo. ¿Filtraron aquellos acontecimientos una educación sentimental en formación?
R.-En los años de la infancia siempre hay acontecimientos que filtran nuestra educación, la sentimental y las otras. Para mí la posguerra fue una época, no un acontecimiento. En sus primeros años, que objetivamente debieron ser los más duros, supongo que me marcó sobre todo el continuo cambio de domicilio: Sanaüja, donde nací, un pequeño pueblo de La Segarra, en la Catalunya interior más pobre. Enseguida, Barcelona, en el pasaje Sant Felip, en el barrio de San Gervasio. Después, tres pisos distintos en Rubí, otro pueblo, cercano a Barcelona, del que mi madre era maestra. Mientras tanto, además, pasaba largas temporadas en Santa Coloma de Gramenet, junto a Barcelona, con mis abuelos y el personaje del poema Tío Luis, de Estació de França, que trabajaba en “La Maquinista” y en cuya cubierta puso una bandera catalana, por lo cual y con sus antecedentes tuvo que huir una noche que no he olvidado. Después Figueres i Girona, donde mi padre trabajó como arquitecto de aquel organismo que se llamaba Regiones Devastadas. Siete domicilios distintos durante mis primeros nueve años, de los que recuerdo sobre todo una sensación de soledad, sin amigo alguno.
A mis nueve años la familia se instala en la calle Maestro Pérez Cabrero, frente al Turó Park, donde entonces empezaban las afueras del oeste de Barcelona. Empecé el bachillerato y, al menos esto significó seis años de estabilidad. Esta segunda etapa, de los 9 a los 15 años, transcurrió con normalidad, si se exceptúa la imposibilidad de adquirir ningún tipo de conocimiento útil en aquel Instituto Ausias March donde nunca oí a nadie, ni a docentes ni a alumnos, hablar de este poeta cuyo nombre llevaba el centro. De este lugar hablo en el poema La profesora de alemán, en Estació de França. Fue una adolescencia algo canalla, entre novillos constantes y descubrimientos del sexo, siempre de pago, en aquel ambiente de represión que sí, recuerdo con un cierto horror mezclado con humor. Sin ser, ni mucho menos los “mejores años de mi vida” a los que alude Gil de Biedma, no tengo muchos malos recuerdos de aquella primera soledad ni de la reprimida y golfa adolescencia que le siguió. Después, en 1952, mi familia se trasladó a Santa Cruz de Tenerife y allí empieza mi historia de amor con con aquella ciudad y aquella isla, que he narrado sobre todo en Farewell, otro poema, también, de Estació de França. Esta historia es muy importante en mi vida, más importante, creo, que mi infancia.
P.- ¿La reflexión teórica sobre arquitectura tiene vasos comunicantes con la construcción poemática? ¿Proporciona herramientas de escritura?
R.-Agradezco a mi formación científica (he ejercido durante 34 años de catedrático de Cálculo de Estructuras en la Escuela Superior de Arquitectura de Barcelona) más que a la Arquitectura como Bella Arte, una disposición mental que me ha resultado de gran utilidad porque me ha ayudado a acceder al orden y a la claridad que necesitaba para mis poemas. Pienso que no es una coincidencia baladí que el Cálculo trate de lograr la máxima resistencia y estabilidad con el mínimo de material (en general, acero u hormigón) y que la poesía trate de decir el máximo con un mínimo de palabras. Esto aparte, es impagable la experiencia que para mí ha significado una parte importante de mi ejercicio profesional, la reparación y refuerzo de edificios habitados. De ello hablan por ejemplo, los poemas Recordar el Besòs, de Los motivos del lobo o Arquitectura, de Estació de França.
P.- Comienza publicando en la década del setenta cuatro libros en castellano y a partir de 1981 escribe en catalán. En una comunidad bilingüe como la suya ¿qué impulsa a elegir una lengua literaria u otra?
R.-La circunstancia personal de cada uno. En mi caso se contrapesaban el empleo del catalán en familia, pero sin ninguna influencia cultural, ni literaria ni política, que no fuese el mero empleo de la lengua –por cierto muy estropeada por la posguerra- con el aprendizaje cultural realizado en castellano. Pero, a mi modo de ver, el hecho definitivo fueron mis últimos años de adolescencia y primeros años de juventud en Tenerife, dode yo hablaba perfecta y corrientemente el castellano con su peculiar y bello acento canario, que lamento haber perdido. A estos años siguieron otros de estudios de Arquitectura en Barcelona pero con una particular circunstancia: yo era un muchacho tinerfeño que, con mis amigos canarios vivía en un Colegio Mayor donde, mayoritariamente, los estudiantes eran de fuera de Catalunya. En un caso tan complejo, se puede acertar o no en la lengua poética de uno, es algo muy azaroso. Por un lado, el convencimiento de que uno será capaz de aprender a escribir poemas y, por otro, un repetido no llegar a decir en castellano aquello que se quería decir, me hicieron intentar en catalán el paso desde este magma inicial, embrionario, donde se inicia un poema a su primera formulación lingüística. Esto lo he contado con cierto detalle en el prólogo a Estació de França. De aquellos primeros libros en castellano, Crónica, publicado por Joaquín Marco –la primera persona que creyó en mis poemas- en Ocnos en 1975, es el único que puede contener aún algún fragmento de cierto interés.
Al escribir el poema en castellano y catalán durante el, para mí, largo periodo de elaboración y corrección del poema, localizo mejor lo sobrante. Cada lengua detecta más fácilmente un cierto tipo de elementos innecesarios en un poema, palabras, imágenes, versos, etc. La superposición de las dos lenguas ayuda a dejar el poema lo más desnudo y elemental posible. Ahora bien, esto no es renunciar al escenario. Es montar otro tipo de escenario.
P.- Los escenarios poemáticos alzan ciudades proteicas, rincones de un indeterminado recinto interior. ¿ Son las calles estados de ánimo del yo?
R.-Siempre. El sujeto y el objeto coexisten en la poesía desde el Romanticismo. No creo que la poesía vuelva a renunciar a esto. Acaso se intenta en algunos trabajos experimentales que dejan fuera la emoción y, aun en estos casos, sucede más por incapacidad que por voluntad profunda, ya que suelen ser malos poemas disfrazados de vanguardismo. Otra cosa es como tratar esta coexistencia, dando preeminencia al objeto o al sujeto. Tengo tendencia, hasta en los poemas más subjetivos, a desnudar en lo posible el sentimiento –el sujeto- de manera que prevalezca una cierta sensación de objetividad en quien lee el poema. No sé si lo consigo, pero puedo asegurar que lo intento.
P.- En el interminable deambular hay contemplaciones que nunca son estériles, que inevitablemente conducen al poema: elementos marinos, el paisaje mediterráneo, la conciencia de lo temporal…
R.-Precisamente son los elementos que más riesgo corren de ser estériles, por su repetida utilización que los ha convertido en tópicos. Lograr reutilizarlos con éxito sin recurrir a la ironía o al sarcasmo es una de las operaciones poéticas más difíciles.
P.- La música casi nunca tiene carácter anecdótico. Parece una excusa para reencontrarse. ¿Es un espejo que equilibra?
La música y la poesía son, después de las personas a las que amo, mis principales recursos de equilibrio interior. Por ejemplo, después de la muerte de mi hija, lo que más me acerca a su invisible presencia son algunas piezas de música, concretamente de Bach: las suites de violoncelo, sobre todo interpretadsa por Lluís Claret, y las Goldberg Variations o las English Suites, sobre todo interpretadas por Glenn Gould.
P.- Luis Cernuda habló de una música fundamental, anterior y posterior a quienes la descubren e interpretan ¿Es ése su sentimiento ante una audición de jazz?
R.-De hecho, ahí, Cernuda ejerce de pitagórico. Entiendo la tentación de pensar que cualquier música se extrae de un océano musical anterior y futuro, previo a todo: hasta un hombre tan acerado como Cioran lo plantea así. Sin embargo, la música para mí es la que escucho y la que recuerdo haber escuchado. Esto solo ya me crea suficientes mensajes complejos, reales o procedentes de mi imaginación.
Respecto al jazz, tiene una gran virtud: nació humilde y, pese a los intentos de llevarlo a las grandes salas de conciertos, se mantiene en locales donde escuchar y conversar no están reñidos. La solemnidad de la música clásica, su pretensión, salida de su salida en salones aristocráticos, a veces me resulta cargante porque niega la evidencia de que escuchar música supone un sucesivo acercarse y alejarse en función de muchas y sutiles variaciones del estado de ánimo, causadas por uno mismo y por la propia música.
P.- Otro motivo de resonancia en sus libros son las relaciones personales. Parece que el tiempo siempre pone herrumbre en la convivencia…
R.-El tiempo pone herrumbre en todo. Creo que en el último poema de Joana es cuando he dicho esto de una manera más dura. Y, curiosamente, es el poema menos cercano al autor, el más distante de la emoción en el momento de escribirlo, el menos “real”, de todo el libro. Pero es poéticamente necesario.
P.- Los espacios de reflexión que abren los poemas ¿pretenden una reafirmación existencial?, ¿un toque de alerta a la conciencia frente a una realidad acomodaticia?
R.-Pienso que uno de los sistemas de entrada del arte en nuestra conciencia es levantar un poco el velo que la vida cotidiana va poniendo sobre todas las cosas, incluso sobre los sentimientos, y asomarnos a algo como si fuese la primera vez que lo percibimos. Es lo que a veces se llama factor sorpresa en un poema, y que debe estar presente siempre, en mayor o menor grado.
P.- El yo poemático deja patente un horizonte reducido. ¿Es el poeta un descreído? ¿Hay una claudicación del idealismo?
R.-A mi modo de ver, no es que el yo poemático reduzca el horizonte, sino que una característica de la poesía actual (y esto procede sobre todo de la poesía inglesa) es que el propio poema marca la zona en la que lo que se dice es válido. Precisamente, el gran ensanchamiento de horizonte en la poesía del s.XX ha sido gracias a su penetración en escenarios nunca planteados con anterioridad. Es tanta su variedad que es imprescindible que se perciban los límites de cada uno de ellos. No creo que esto afecte al grado de fe o de idealismo. En todo caso, esta sería una cuestión no específica de la poesía.
P.- En una trayectoria, cada lector elige un apeadero habitual. Eso es lo que a mí me sucede con Los motivos del lobo. Es ejemplar la dimensión simbólica de estos emparejamientos: el erizo y la falsa seguridad, la medusa y el fracaso del mito; el hombre que desea y el lobo solitario… ¿Remozan algunas composiciones la dimensión ética de la fábula tradicional?
R.-La fábula ha estado siempre presente en el poema (¿qué otra cosa hace Manrique en las Coplas a la muerte de su padre?). Pero es que la tendencia a la consecuencia moral (aunque esta suela ser una contramoral al uso) favorecen el hecho de que un poema moderno, sobre todo si es un poco más largo de lo usual, “parezca” una fábula. Pienso que sería más exacto decir que hay casos (otra vez la poesía inglesa, y pienso, por ejemplo, en Carver o en Frost) en que la narración breve y el poema tienen borrosa su frontera. De hecho, era una situación previsible. La identificación de un texto como “poema” ha pasado por muchas visicitudes: si no nos imponemos demasiado rigor podríamos decir que en una primera fase, donde no había más literatura que la oral, todo era poema. En una segunda fase, con sólo saber el tema –los personajes y el argumento- ya se podía decir si se trataba de poesía o no. En la tercera fase, la poesía se libera del cerrojo temático pero sigue distinguiéndose por el uso de rimas y medidas silábicas y de acentos. En el tramo histórico más reciente, creo que lo único que puede decirse como substancial de un poema son el ritmo y la concisión.
P.- Frente a los que piensan que la lírica requiere una cierta distancia que difumine las circunstancias subjetivas, en Joana usted se enfrenta a la poesía desde el fuego, cuando el ascua quema la carne y exige una respuesta inmediata. Deliberadamente ignora el aserto de Eliot sobre el poema como «emoción rememorada desde la tranquilidad»…
R.-Lo principal a dilucidar es si se trata de un buen libro de poemas, no cómo ha sido escrito. Hay poetas cuya obsesió es dejar constancia de su lejanía del personaje que habla en sus poemas. Esto siempre obedece a personales conceptos del pudor que, además, cambian con las distintas morales al uso según lugares y épocas. Por esto este tema se ha exagerado en una cierta época sobre todo cuando se superponía con el tema de la homosexualidad. Pienso, por ejemplo, en Jaime Gil de Biedma o en Elizabeth Bishop. Esta última llegó al paroxismo en la preservación de su “intimidad” en los poemas. Sin embargo, fue capaz de escribir sus cartas personales con un ojo puesto en su venta, que llevó a cabo en vida, inmediatamente después de censurar duramente a Robert Lowell por tratar de una manera demasiado franca sus asuntos matrimoniales en los poemas. Por cierto que fue Lowell quien ayudó a Elizabeth a vender sus cartas. Creo que no es un problema poético sino de moral personal. Pero ocurre que a veces se confunde la manera en que uno hace una cosa con la manera en que debería hacer esa cosa el resto de la gente. Otro territorio donde es frecuente esta confusión es en la poco interesante cuestión de si se debe escribir pocos o muchos poemas. No hay duda: los que escriben poco siempre tenderán a decir que esto es una garantía de calidad. Quizá sí. O quizá no. A mí me gustaría escribir mucho y bien, mejor cuanto más viejo me haga y, ante la posibilidad de estar intuyendo un buen poema, no siento nada que no sea la pasión por escribirlo.
Volviendo a Joana, seguramente utilicé la escritura de este libro como salvación. Durante aquellos seis meses, al acortar hasta casi reducir a cero la distancia entre la emoción y su toma de conciencia, me obligué a verme a mí mismo contemplando la muerte de mi hija y, por tanto, a ejercer un cierto control para no ser desbordado por la tragedia.
P.- Hay una sintonía de textura en sus más recientes entregas. La expresión poética aparece cada vez más desnuda, más natural, casi carente de aparato teatral. ¿La escritura es un ejercicio de ventilación?
R.-Que un poeta sea claro y que utilice un léxico parecido al del habla común de su momento histórico me parece una ventaja para el lector o lectora o al menos para el tipo de lectores que a mí me gusta imaginarme. Además, es una manera de intentar escapar de la perversión de escribir poesía para poetas o para docentes. En este territorio del “entendimiento” de un poema, me parece que la conclusión es simple: si un poema te ha gustado, es que lo has entendido.
Procuro huir de una degeneración que empiezo a notar y que consiste en un mal regreso al planteamiento clásico pero sin sus virtudes. Los comportamientos de los personajes dramáticos se deducían de su rango social y a él se adecuaban buenos, malos, feroces, depravados o lo que fuere, y esto se ha ido arrastrando hasta nuestros días, por ejemplo en la novela negra, donde, dejando aparte el propio laberinto de la intriga, los comportamientos morales de detectives, policías, corruptos o no, confidentes, prostitutas, mafiosos, son según un variado pero bien fijado conjunto de estereotipos. El ejemplo no es casual porque los personajes de muchos poemas deben mucho a Hammett, Chandler o Ross McDonald. Lo previsible de las reacciones morales de estos personajes que en los poemas rondan por bares y hoteles, sin que sepamos de qué viven, solitarios y sumidos en desamores cuyo dramatismo resulta muchas veces difícil de entender, o sea, de compartir, ha creado el mismo tipo de estandars que creó la novela negra.
Todos los puntos de partida me parecen buenos, pero en cada poema se debe arriesgar algo. Es indudable que unos años de práctica atenta y una cultura poética permiten escribir poemas mínimamente dignos. Es lo que se hacía –y a veces en latín y en griego- en las escuelas de la gran época de la Europa culta. Pero esto es transitar por una “zona central” sin riesgo, lejos de los precipicios y ahí no están los buenos poemas. Para encontrarlos, la andadura debe ser por el borde del precipicio, siempre con el riesgo a caer en él. Este precipicio es el del ridículo. Todos los grandes poemas se han escrito bordeando el ridículo.
La escritura de poemas, con la edad, se ha convertido para mí en una obsesión por despojar los poemas de todo cuanto no sea imprescindible, tanto por lo que se refiere a versos, palabras o argumento. Uno de los signos en los que reconocí mi madurez como poeta fue en la capacidad de despreciar versos que, siendo brillantes, no eran imprescindibles.
P.- Frente a consideraciones críticas que hablan de las postrimerías del realismo, en las últimas décadas, hay una notable floración nominal de esa tendencia, no sólo en castellano, pienso también en Ramiro Fonte, Pere Rovira y otros ¿Se siente parte activa de una propuesta estética ?
R.-Los dos nombres que usted cita corresponden a dos grandes poetas a los cuales admiro y de los que me honro en ser amigo –de Pere Rovira, además, amigo íntimo. Creo que escribimos en la misma onda y que ellos suscribirían gran parte de lo que digo en esta entrevista, pero no sé si formamos parte de ninguna propuesta estética. Nunca hemos hablado de ello. Lo cierto es que cuando varios poetas hablan y se juntan alrededor de propuestas estéticas o generacionales, suele ser un mero acto publicitario.
Las dos maneras más usuales, para mí, de acceder al poema son la contemplación de mis emociones o dejar que sea el propio poema quien vaya orientándose hacia esa emoción y acabe conformándola. El libro Joana sería un ejemplo de lo primero y los poemas Primer amor o El oráculo un ejemplo de la segunda. De todas maneras, yo diría que siempre subyace una experiencia personal en mis poemas y que mi trabajo del texto poético se encamina a acentuar esta percepción en su lectura, de forma que, leyendo un conjunto de poemas míos tenga la sensación de asistir a una representación autobiográfica. Incluso en poemas que se construyen sobre historias ajenas a mi experiencia directa, pongamos Tío Luis, de Estació de França, procuro establecer lazos entre la historia y el narrador.
Por lo que respecta al realismo, no conozco ningún buen poema que no lo sea, como tampoco conozco ninguno que no sea simbolista. No me gusta la apropiación de características muy generales e importantes para designar cosas de menor cuantía.
P.- «Helena es todos los sueños que la vida se ha ido apropiando» Si el tiempo deshabita, ¿qué patrimonio queda detrás de las palabras?
R.-La poesía es, en cierto modo, como la religión pero más complicada. Hoy tienden a desaparecer los órdenes superiores donde, inscribiéndose en ellos, las personas hallaban la paz interior. El orden –ya no superior- en donde hallar ahora la paz interior o, si se quiere, en donde hallarse uno mismo para llevar a cabo la paz entre sus diversas y a veces contradictorias personalidades, ha de construírselo cada cual. Cuanto más elemental sea este orden, menos nos sirve y antes se agota y, cuanto más complejo, más energías y capacidad intelectual y sensibilidad necesita. No hay muchas herramientas para construir un tipo de orden interior personal. En realidad yo no conozco, además del amor, más que la poesía i la música.
Platón, en el Banquete, explica que los seres humanos, en sus inicios, eran hombre y mujer a la vez. Los dioses, celosos de su felicidad, los separaron y, a veces, se vuelven a encontrar un hombre i una mujer que habían formado parte del mismo ser. Entonces sucede lo que llamamos un gran amor. Quizá sucede lo mismo con las palabras. Cuando un verso alcanza a decirnos lo que parecía inefable, es que les palabras han ocupado un lugar que ya habían tenido en la edad de oro de los lenguajes, desde donde comenzaron a ser desplazadas en episodios com el de Babel, en el inicio de una larga destrucción que culminaría en los diccionarios, las academias i otras miserias. A la poesía le ha tocado ejercer la nostalgia por aquella eda de oro en una infinita tentativa para recuperar el sentido i la fuerza de las palabras. La poesía no trataría, pues, de la construcción de espacios de la lengua que nunca hayan existido, sino que en el milagro probabilístico de un poema estaría la reproducción de un orden perdido. En estas circunstancias, el lector de poesía tiene más a ver -haciendo un paralelismo con la música- con el intérprete que con quienes han de limitarse a escuchar un concierto. Por esto hay tan pocos lectores de poesía, y por esto son tan fieles. Quienes han hecho el esfuerzo de aprender a interpretar un poema, de aprender a escuchar el orden fundamental de las palabras, han accedido a un mundo al cual difícilmente renunciarán. Toda esta platónica historia es, claro está, una fábula (como aquella música previa de Cernuda o Cioran). Pero reconozco que, para mí, las cosas alrededor de la poesía ocurren como si no lo fuese.